"comprehendere scire est"

Divisor

Consejo Nacional para el Entendimiento Público de la Ciencia.

Soñé un teléfono


Salvador Jara Guerrero + Universidad Michoacana De San Nicolas De Hidalgo

Cuento de ciencia ficción ganador del Concurso "La ciencia nuestra de cada día"


Los minutos avanzan lentamente, aquí los días son más largos. El tiempo para llegar de un sitio a otro es casi eterno. La carreta no puede ir más rápido y no se si valdrá la pena la visita al médico. Sé lo que tengo, y aunque le convenza de mi diagnóstico ninguno de los dos tenemos los medios para curarme. Mi dolor aumenta con la embriaguez que me produce el aguardiente que me obligan a beber para calmar la pena. No sé si alucino, cada vez más se me confunde la realidad con el sueño, mi presente con mi pasado, o quizá debiera decir, con mi futuro. Cruzar la ciudad en auto no debe tomar más de quince minutos, pero en la carreta el tiempo me parece interminable, además de los brincos que me producen punzadas cada vez más agudas en el bajo vientre. Siento con cada quejido la caricia de la mano de Silvia que me acompaña y su voz pretende reconfortarme: en el hospital te darán éter para el dolor, repite cada vez. Yo quisiera por lo menos un par de aspirinas.

Ayer soñé nuevamente con un teléfono. Fue maravilloso. Avisaba a cada vecino la amenaza de un incendio en la loma sur de la ciudad. Todos teníamos tiempo de prepararnos y lográbamos extinguir el fuego gracias a la llamada oportuna. Ahora recuerdo el teléfono como una ilusión, pero me gusta pensar en él, me gusta hablar de él y platicarle a Silvia, mi única confidente, de mis pensamientos, de mis recuerdos. Un día me dijo que ya sabía que lo del teléfono era cierto, existían esos aparatos, no eran producto de mi imaginación. Alguien le había comentado de su uso reciente en los Estados Unidos. No se trataba de alucinaciones, con seguridad yo también habría escuchado algún comentario similar que alimentaba mis sueños.

Cada mañana, como ahora, me pregunto cual si fuera la primera vez, si estoy despertando a la realidad o en un sueño. Es difícil saber si Silvia cree las historias que le he contado, si solo quiere creerlas por el amor que me tiene o si pretende hacerme creer que me cree por lástima. No tiene ninguna razón para confiar en mí, un loco que dice haber vivido a más de cien años en el futuro.

Llegué, por así decirlo, hace dieciocho meses. Aparecí súbitamente, desperté de pronto en esta ciudad y en este tiempo que no son los míos. Desperté una madrugada recargado en un portón de madera, vestido con una pantalón de mezclilla, camisa de franela a cuadros, botas vaqueras, un atuendo común en mi otro tiempo pero que hoy, incluso yo, observo ridículo. Aunque no son muchas, he guardado mis pertenencias como se guardan las de un difunto. Las evidencias que se han colado conmigo son un billete de cincuenta pesos con la efigie de Morelos y fecha de expedición del 17 de marzo del 2002, mis tarjetas de crédito con fechas de vencimiento en el año 2006, y un pequeño calendario de bolsillo que guardaba en mi cartera. Es del año 2004, en el anverso tiene las siglas de una institución bancaria que ahora todavía no existe. Hurgo de vez en vez la pequeña caja donde he guardado esos recuerdos y miro cuidadosamente cada objeto; es lo único que me ha quedado de mi tiempo. Mi antigua ropa luce sorprendentemente limpia, ahora me doy cuenta de la utilidad del detergente. La ropa de ahora no se lava bien, no queda limpia. Se percude y tiene un olor ligero, pero permanente, a sudor.

Soñar con un teléfono no es raro, en mis sueños una llamada telefónica ha encontrado bomberos, ambulancias y amigos distantes. En sueños también he recreado conversaciones amorosas con mis seres queridos.

He soñado con hornos de microondas, con teléfonos celulares, con automóviles, aviones, refrigeradores. Ah! he soñado con la energía eléctrica, postes y alambres que como carreteras llevan la luz a los focos, grandes lámparas que iluminan mi casa como si fuera de día, las calles, las ciudades. Son sueños de ciencia ficción, pero cada mañana es inevitable que mi brazo se extienda en busca del interruptor que ilumine mágicamente la habitación. Y la televisión, nunca pensé que pudiera extrañar tanto ese aparato. No fui un adicto a ella pero ahora su ausencia me produce un sentimiento extraño de deseo.

Sin embargo, nunca he soñado con antibióticos, aunque pienso en ellos a cada momento. Los medicamentos, la penicilina, son mi anhelo diario en este mundo, cada vez que muere alguien, casi siempre niños o jóvenes. Me siento culpable, quisiera ser capaz de saber como fabricar la vacuna contra la tuberculosis, el sarampión, la polio, algo que alargara su vida.

Silvia. Mi ángel guardián. Me encontró, recién llegado, tirado en el portón de su casa. Y desde ese día escuché sus pasos suaves y delicados, sus tac tac sobre la duela, yendo de aquí para allá. Conoce mi gusto por la lectura y se ha esmerado en conseguirme buenos libros. Desde que me ha traído “De la tierra a la luna” de Verne, le ha dado por llamarme Don Julio, que en lugar de recordarme al afamado escritor me recuerda una buena marca de tequila de mi tiempo.

Es bella, quizá la mujer más bella que he visto en toda mi vida. Joven, sería demasiado joven en mi otro tiempo. Tiene apenas diez y siete años y aquí ya es toda una mujer. Ya ha perdido uno de sus dientes, por fortuna uno de los laterales, cuyo vacío sólo es notorio cuando amplía su sonrisa un poco más de la cuenta. Le sorprende, como a todos, que mi boca esté completa, es decir, con todas las piezas, aunque varias de ellas con amalgamas y en un par me han hecho endodoncia, cuestión que ni siquiera menciono, pero que me gusta recordar.

Ya lo dije, aquí soy un viejo. Me siento viejo, he aprendido a ser senil en unos meses. Y es que en este tiempo todo requiere un gran esfuerzo. No debiera quejarme, en realidad soy privilegiado, quienes más sufren son los trabajadores del campo. No hay tractores, máquinas, electricidad. No hay autos ni camiones, pero a mí lo que más me cuesta es lo cotidiano. Ni siquiera puedo leer con el placer de antes, la mala impresión de los textos y la ausencia de buena luz lo dificultan. Percibo a gran distancia los alientos ajenos y siento en mi propia boca los efectos de una higiene defectuosa. Huelo a viejo. La barba crecida me envejece más, pero rasurarme a diario era un suplicio. Hasta vestirme y desnudarme se ha convertido en una pesadilla, debo usar demasiada ropa debido al frío y todo tiene tantos botones. El cierre de mi antiguo pantalón de mezclilla es casi un artefacto espacial.

Y Silvia me dice que continúe, sígueme contando, me dice, y cierra los ojos para imaginarlo conmigo. Le hablo de las máquinas que vuelan, de los trenes veloces, de los autos. Le platico de la televisión de los hornos de microondas, de las estufas de gas, de los teléfonos. La admiro con la llegada del hombre a la luna, con las operaciones con rayos láser, las endoscopías, las prótesis, los antibióticos, las vacunas, las computadoras, de la energía eléctrica, del uso de la energía solar y del viento. Le explico de las bacterias y los microbios, de la necesidad de la limpieza. Pero lo que más le gusta es que le hable de que son los espermatozoides los que determinan el sexo de los bebés, que el óvulo escoge al mas diverso para que le fecunde, que las mujeres realizan trabajos tan importantes como los hombres, que somos diferentes pero somos iguales.

Platicamos recorriendo la pequeña ciudad palmo a palmo. Es pequeña, aunque grande para su tiempo. Hay un río que pasa cerca de los límites urbanos. El agua es más o menos clara pero lo hubiera imaginado más limpio, quizá por la preocupación que existe en mi tiempo acerca de la contaminación. El ganado bebe aquí con los hombres y mujeres, también aquí se lava la ropa y se vacían los drenajes, muchos de ellos expuestos al aire libre, fuera del centro de la ciudad.

Sin duda que la belleza natural es mayor ahora y, sin embargo, la muerte me ha sorprendido, nos ronda todos los días. En las calles las personas de mi edad son escasas... He presenciado más muertes aquí, en este año y medio, que allá en mi otro mundo durante cincuenta años. Quizá no sean más, pero han sido más dolorosas, más cercanas y más injustas. He aprendido a apreciar la salud y el cuidado del cuerpo. Nunca antes lo había percibido tan frágil, tan desvalido, tan indefenso. Hoy por la mañana murió otra niña víctima de una infección intestinal. En mi tiempo un antibiótico le hubiera salvado la vida.

Silvia es la tercera de ocho hijos. Sólo han quedado dos vivos, ella y el pequeño Luis, parido apenas seis meses después de la muerte del padre y causante de la muerte materna. Fiebre peuperal, imagino.

Silvia me levanta la cabeza para obligarme a dar otro sorbo, le digo que me ponga una inyección con algún analgésico, sólo me mira con lástima, pobre, creo que he usado además la palabra analgésico que aquí no dice nada a nadie.

La amo con una pasión que nunca pensé poseer. A veces se comporta conmigo más como una fina sirviente que como una compañera, me respeta en exceso pero igualmente me ama. Tiene una bondad infinita. Me ha visto como su amante y quizá también como a un padre. En estos momentos la siento también como una hija.

Por fin llegamos al hospital, una monja enfermera nos recibe con rezos. En una camilla de lona me transportan. Aparece un médico seguido de dos ayudantes, me parecen más carniceros que galenos. Traen una jeringa de metal, el médico ordena que afilen la punta de la aguja que, con el uso, se ha desgastado. Intento decirles que usen una aguja nueva, limpia. Nadie me hace caso. Las batas se observan percudidas. No veo a Silvia, la busco, no la encuentro.

Les ruego que esperen, no me pueden operar en esas condiciones. Explico que existen bichos diminutos que no mata el agua ni el jabón, invaden nuestros cuerpos, nos matan. Un ultrasonido, imploro, una radiografía. Si es un tumor me lo pueden deshacer con rayo láser, no me abran la panza por favor. Un teléfono, llamen a Silvia, ella sabe todo, les explicará. El frío en la espalda me recuerda el lugar donde estoy, deseo fervientemente que todo sea un sueño, que pueda abrir los ojos en el 2004, con un esfuerzo sobrehumano apenas logro entreabrir los párpados y alcanzo a distinguir una monja humedeciendo un lienzo que coloca sobre mi frente. Un horrible olor me lleva al desmayo.

Cuento de ciencia ficción ganador del Concurso "La ciencia nuestra de cada día"
El autor es divulgador mexicano, miembro de la SOMEDICYT y profesor-investigador de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.


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Revista de Educación y Divulgación de la Ciencia, Tecnología y la Innovación

Soñé un teléfono .

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